lunes, 27 de octubre de 2008

Creo en la correspondencia


Fruto de una carambola de la vida, como lo definió el abuelo Abelardo, la nueva casa les había caído del cielo. La abuela Alma, que desde hacía diecisiete años había optado por permanecer en la cama, se carteaba incansablemente con una anciana amiga llamada Ernestina Beltrán. Al morir ésta y abrir su testamento, los herederos se toparon con una última cláusula: Lego mi única posesión en Madrid, el palacete de la calle Tremps, a mi única amistad en Madrid, quien no ha dejado pasar ni un mes sin que una carta suya venga a alegrar mi anunciada degradación: Alma Belitre.

La abuela Alma recibió la noticia del fallecimiento de su amiga con indiferencia. ¿Crees que porque haya muerto dejaré de escribirle?, comentó a Asunción, la mujer que cuidaba de ella. Así pues, persistió en el envío de cartas a Ernestina, hasta el punto de que, alarmada, la hija de ésta le escribió recordándole el fallecimiento de su madre. Creo en la correspondencia, no en la muerte, le telegrafió Alma en un huero intento por hacerse entender.

Abierto toda la noche de David Trueba.

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